Me llamo Dieter Obermill

De Subtrama
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Antecedentes

Mi nombre es Dieter Overmill. Nací cerca de Anateri, el octavo de quince hermanos. Llevo sirviendo a Lord Engledor desde que me tomó como pupilo, cuando yo tenía ocho años. Ahora tengo veintitres.

Al principio fui escudero. Hacía recados, vestía a mi señor, cuidaba de sus armas, su armadura y su caballo. Cuando tenía quince años viajamos a Kashmir, y allí pude luchar por él con valentía, de forma que fui armado caballero. Fue el mejor dia de mi vida.

Desde entonces he seguido sirviendo a mi señor en muchas otras ocasiones, tal y como atestiguan las muchas cicatrices de mi cuerpo.

La última de esas ocasiones (y la última de esas cicatrices) fue en el marquesado del Ocaso.

Qué estábamos haciendo allí

Formábamos parte de un destacamento de caballería, con la misión de apoyar la toma de Lukka por parte de la Comandante Asharia. A su señal, cabalgaríamos hacia la ciudad y esperaríamos nuevas instrucciones. Podíamos servir de señuelo, dispersarnos como hostigadores, reforzar a las fuerzas de Asharia o hacer de "martillo" en una "maniobra de yunque y martillo". U otra cosa que la Comandante hubiera pensado. Somos versátiles.

Formamos en una llanura, con una zanja y una empalizada protegiendo tres de nuestros lados. Recuerdo con estremecedora precisión el momento en el que tembló el suelo, brevemente; y luego de nuevo. Alguien había ampliado la empalizada dejando una abertura estrecha, y en ella había plantadas dos mujeres y un hombre.

La llegada de las Implacables

El hombre era alto y musculoso, sin armadura, con un hacha imposiblemente grande colgada de la espalda y un buen montón de otras armas colgadas del cuerpo.

Una de las mujeres daba la impresión de ser una especie de salvaje. Parecía oriental, pero vestía con pieles y su pelo era blanco y suelto. Llevaba un hacha de combate... en cada mano. A mi me costaría sujetar un hacha de combate, usando mis dos manos.

La otra... he visto muchos caballeros en mi vida, pero pocos eran tan hermosos. Había algo en ella que me tocó el corazón. Tenía varias espadas, pero aún las llevaba envainadas cuando habló. Dijo que se llamaba Maira Morrigan, y que ellas eran las Implacables.

Nos dijo que nos rindiéramos, que no nos hiciéramos matar. Nos hubiéramos reido a carcajadas, si no fuera porque nos dimos cuenta de que lo decía en serio. Tres contra trescientos. Mirabamos a Oghor, esperando una señal.

Oghor el intrépido, Oghor el honorable, Oghor el eterno exhibicionista. Oghor, el que consiguió que todos los clanes de Goldar compusieran canciones sobre su valentía, y al mismo tiempo pusieran precio a su cabeza.

Ella retó a Oghor a duelo. Y Oghor aceptó, claro.

Oghor y Maira

Hizo su truco. Lo he visto más de una docena de veces. El metal le obedece. Las armaduras no se mueven. Le dijo a la chica que se rindiera, y ella no se rindió, aunque estaba paralizada.

Oghor la soltó mientras reía. Hizo una floritura con su sable, ella hizo un gesto brusco y quedó libre. Desenvainó una larga espada curva, como los mandobles que usan en Lannet, y con la otra mano una espada recta. Sobre ambas hojas brilló una especie de escritura sobrenatural.

Oghor y Maira comenzaron a luchar, y nunca habíamos visto algo semejante. Giraban, fintaban, se acometían tan rápido que era difícil seguirlas con la vista. En un momento determinado, Oghor parecía estar parando las acometidas de Maira con pura energía que surgiera de sus manos. Vimos volar sangre, pero no supimos de quien era.

Y entonces Oghor volvió a gesticular, y volvió a dejarla paralizada. Lanzó un tajo diagonal...

Ella se movió tan rápido que apenas nos dimos cuenta de lo que había pasado. Poco a poco fuimos juntando detalles.

El arco de sangre. El sable que cayó a tierra, levantando polvo y sangre. El grito de Oghor, la mirada de incredulidad de sus ojos al contemplar el muñón al final de su brazo derecho. Murmuró algo, y luego cayó como un árbol hendido.

Maira volvió a hablarnos, nos dijo que no teníamos por qué pelear. Maldita sea si no tenía razón. La caballería ligera se rindió, pero Lord Engledor no. El hombre alto hizo algo, no sé qué. Yo estaba a su lado, oi como una explosión dentro de su cuerpo. Pero resistió. Ordenó cargar.

Así comenzó lo peor. Cargamos.

Tres contra cien

Enseguida estuvieron rodeados, con más de treinta hombres atacándolos. Hubo una explosión de luz y dolor, y escuché relinchos y caídas al suelo. Y un sonido, como un pájaro en picado, y lejos a mi derecha escuché el sonido de doce caballos con sus jinetes, siendo levantados en vilo por un impacto sobrecogedor.

Yo no me fijé mucho, estaba esperando mi oportunidad. Si mi señor estaba malherido, yo iba a tener la sangre del bastardo.

Nuevas explosiones de luz, y Maira Morrigan protegiendo al grandote con su vida. Más y más de nosotros caíamos. No estaba seguro de querer pelear contra ella. Fui al otro lado del campo de batalla, a pelear con la salvaje oriental. La golpeaban, lo juro. Las espadas caían sobre su cuello, sobre sus hombros, sobre su cabeza. Golpeaban, y no salía sangre. Caía algo, como lágrimas de luz blanca, como plumas de ave. Y ella hacía girar y girar en enormes arcos aquellas aterradoras hachas de combate. Sí, quizá podría haber pasado por debajo de una de las hachas, y haberla golpeado con mi espada. Eso ya lo habían hecho unos cuantos, y ella los había matado después.

Volví a por el grandote. Pensé que quizá podría rodear a la Comandante Morrigan. Pero era como si estuviera en todas partes al mismo tiempo. Sus armas brillaban... y parecían cantar mientras nos segaban como paja.

Con todo, hubo un momento en que pensamos que podríamos ganar. Vimos que Maira estaba herida y, aunque no era una herida grave, nos hizo pensar que quizá...

Puede que lo hubiéramos conseguido, si Maira Morrigan hubiera estado sola. O si la caballería ligera nos hubiera apoyado. Excepto que no podría habernos apoyado, no en aquel cuello de botella.

El fin

Estaba pensando frenéticamente, y entonces volvió a escucharse aquel sonido horroroso, como un pájaro. Esta vez fue mucho peor.

El suelo tembló, la batalla se detuvo. El polvo se asentaba despacio en el flanco derecho, y sólo quedaba una figura en pie, la luz irradiando de su cuerpo y de sus hachas de combate.

Fui el primero en decirlo. Por mi vida, por la vida de mi señor, por sentido común. Porque no creí que pudieramos ganar, lo dije. ¿Fui el más cobarde? ¿Fui el más listo? Lo dije.

Nos rendimos.

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